27 may 2007

El caso de Cecilia Bolocco

La ley del deseo

EL MERCURIO

La mezcla entre medios masivos e industria de la entretención -algo en lo que participan voluntariamente las figuras del espectáculo- produce inevitablemente casos como el de Cecilia Bolocco. La tentación de evitarlos mediante la ley crea gravámenes intolerables para la libertad de expresión
Carlos Peña
El caso de Cecilia Bolocco -fue fotografiada desnuda, con su pareja, en el patio de su casa, después de años de estar separada- ha llamado la atención acerca de las relaciones entre los medios y la privacidad.
Queda descontado que la escena no tiene nada de reprochable y, como suele ocurrir con la intimidad, carece de todo misterio. Salvo los eremitas, los ascetas, los enfermos, y otros abstinentes, la gente suele comportarse de esa manera con su pareja.
Acabamos de descubrir entonces algo obvio: cuando está a solas, Cecilia Bolocco es más o menos igual a los seres normales de este mundo.
En eso consiste -sugiere Hanna Arendt- lo que pudiéramos llamar la paradoja de la intimidad: nos refugiamos en ella no porque tengamos algo diferente que esconder, sino para mantener la ilusión de que somos distintos. Pero basta un fisgón o un paparazzi y la imagen se viene al suelo. Descubrimos así que cuando jugamos al amor y al sexo todos somos más o menos iguales.
No cabe entonces juzgar la conducta de Cecilia Bolocco. Lo que cabe analizar es el fenómeno de fotografiarla y difundir luego las imágenes.
Desde luego, es imprescindible reconocer que la historia de la prensa está plagada de casos semejantes. De hecho, el concepto de "noticia", como un hallazgo que debe ser investigado, tuvo su origen en esos periódicos del siglo XVIII que llenaban sus páginas averiguando historias de violencia sexual, traiciones y crímenes en los que participaban personas famosas.
Apenas surgió un público de lectores y la prensa se hizo industrial, este tipo de noticias han ido de la mano con los periódicos de casi todo el mundo.
El asunto se vuelve aún más complejo cuando, junto a la prensa masiva, aparece la industria de la entretención y surge ese conjunto de personas que se ganan la vida exhibiendo pormenores de su vida amorosa, confesando sus más íntimos deseos, dejándose fotografiar aquí y allá para mantener a las audiencias en vilo y sus contratos vigentes.Allí la cuestión ya no tiene vuelta. Se trata de un juego de reciprocidades -en eso consiste la industria del espectáculo masivo- y, como decían los clásicos, si hay consentimiento no hay daño.
La tentación de controlar ex ante la entrega de ese tipo de información -para proteger el pudor o salvaguardar a ultranza la privacidad- es un remedio peor que la enfermedad. En una sociedad abierta, el control previo de la información o las sanciones desmesuradas que acaban inhibiendo a los medios son un gravamen intolerable para la libertad de expresión.
Usted no puede tener a la prensa organizada como una industria sin restricciones -que es como debe ser- y al mismo tiempo esperar que estas cosas no ocurran. Donde haya un mercado abierto de ideas y de información encontraremos de todo.
No se puede evitar. Y es que, como dijo Marx, el mercado profana todo lo sagrado.La única cautela es el autocontrol ético de los medios y las reglas de derecho civil que ordenan reparar el daño en la medida en que la víctima no se haya expuesto imprudentemente a él.
Por eso, es una lástima que Cecilia Bolocco no se hubiera enterado de que, cuando contaba pormenores de su vida amorosa, vestía transparencias, invitaba a los medios a sus cumpleaños y daba entrevistas acerca de su vida familiar, estaba jugando con fuego.
Y es una lástima que no se diera cuenta que cuando la halagaban y la mimaban, el asunto no iba en serio, y no advirtiera que, en vez de amarla de veras, estaban sólo preparando el momento en que ella, confiada en que la querían, bajara la guardia, y se dejara ver en los brazos de un galán.
Alguien debió advertirla de que los medios hacían todo eso sólo para que nosotros descubriéramos que detrás del vestido de reina, la pretensión del buen gusto, la ilusión del origen y de la distinción, había alguien igual a esos otros millones de personas que esta semana abrieron el periódico y constataron, por enésima vez, ¡vaya novedad!, que no hay nada más corriente que el deseo.

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